21
Mar
24

De Vanessa Pérez-Sauquillo

Éste es mi contestador automático.
Para herir, simplemente marque 1.
Para contar mentiras que me crea, marque 2.
Para las confesiones trasnochadas, marque 3.
Para interpretaciones literarias producto del alcohol, marque 6.
Para poemas, marque almohadilla.
Para cortar definitivamente la comunicación,
no marque nada, pero tampoco cuelgue,
titubee en el teléfono (a ser posible durante varios meses)
hasta que note que voy abandonando el aparato
a intervalos de tiempo cada vez más largos
No desespere. Aguante.
Espere a que sea yo la que se rinda.
Le evitará cualquier remordimiento.
Gracias.

06
Feb
23

Miss Golden Dreams 1949, de Joyce Carol Oates

¡Holaaa! ¡Bienvenido a Sotheby’s! Pase.

Como pueden ver, sus asientos están reservados. La subasta de hoy (privada) está restringida a los coleccionistas más selectos.

Y yo soy el objeto más preciado de la subasta: Miss Golden Dreams 1949.

Es decir, la sin par, singular, única en su especie, tridimensional, que vive, respira, se infunde con plasma PlastiPlutoniumLuxe Miss Golden Dreams 1949.

No producida en masa. No «replicada». Sólo… yo.

(Re)creada a partir del auténtico ADN de… mí.

La pin-up más famosa de la historia de América y la página central más famosa de la historia de Playboy. Y, por aclamación popular, el Sex Symbol Número Uno del siglo XX.

¿Lo dudas, papi? Acércate a la plataforma (no, papi, ¡no puedes subirte a la plataforma!) y compruébalo tú mismo.

Mis ojos ven. Esta voz que oyes procede de , no es una grabación espeluznante de la voz callada, jadeante y de niña pequeña de Marilyn, sino lo auténtico. Yo soy la genuina. De tamaño natural, anatómicamente correcta en todos los aspectos cruciales.

¿Cómo estoy «animada»? No estoy animada, papi. Estoy viva.

De hecho, soy superior a la Miss Golden Dreams original. Ella sólo fue una niña asustada, con su (plano y perfecto) estómago gruñendo de hambre. Esas partes sombrías de mi cerebro que una vez conservaron recuerdos problemáticos han sido extirpadas (en su mayoría). Mis dientes están en mejores condiciones -más blancos, más uniformes y sin caries- que en 1949. Por mis venas y arterias circula un líquido rojo caliente, que es un tercio más eficaz que mi antigua sangre anémica a la hora de transportar oxígeno al cerebro, y además es afrodisíaca.

Qué bueno que trajiste tu chequera, papi.

¿Te gustaría ser mi dueño, papi? ¿Llevarme a casa contigo? ¿Quererme?

Papi, sé que podría amarte a ti.

Todo lo que tienes que hacer, papi, es hacer una oferta por Miss Golden Dreams. Y seguir pujando. Sigue subiendo la apuesta. Arriba, arriba, arriba, hasta que tus rivales se queden atrás, jadeantes y derrotados.

El precio de compra más bajo por Miss Golden Dreams es de 22 millones. ¿El tope máximo? No existe un tope máximo.

De hecho, se prevé que establezcamos un récord en Sotheby’s hoy mismo: ustedes, la élite de los coleccionistas de Marilyn, y yo, Marilyn.

Sí, Miss Golden Dreams es el desnudo original de Marilyn. El desnudo. El que viste de niño y nunca olvidaste. El que hizo que todas las chicas, al menos las que conocías y las que llegarías a conocer, fueran irrelevantes.

¡Tan joven! (Prácticamente tan joven como tu nieta, pero no pienses en eso).

Dato curioso: me pagaron cincuenta dólares por posar para esta foto.

Dato curioso: Aún no era «Marilyn Monroe», el estudio no me había puesto nombre. Era Norma Jeane Baker.

Dato curioso: ya había sido abandonada por un marido, divorciada.

Dato curioso: de ocupación, starlette, pero (ya) abandonada por mi estudio.

Miren con avidez a Norma Jeane como era en 1949, hace más de siete décadas. Aquella fue una época de belleza femenina sin precedentes, y Miss Golden Dreams es la más deseada de todas, el «icono» al lado del cual todas las demás mujeres se quedan cortas.

Desnudo impecable sobre terciopelo rojo. Terciopelo suave y sinuoso, como el interior rojo de un corazón. Piel blanca como la de un bebé, piel impecable, sonrisa de carmín rojo brillante que deja ver unos dientes pequeños, blancos y perfectos, pelo rubio que cae por encima de los hombros (blancos y desnudos).

El pináculo de la evolución humana: una hembra infinitamente deseable, pero poco amenazadora. Una niña, pero una niña sexualizada. Sonrisa dulce, mejillas con hoyuelos, ojos brillantes que te miran tímidamente como lo haría una niña pequeña, ocultando parcialmente su rostro. (Porque es la niña de papá, pero una niña traviesa).

Ahora, en el siglo XXI, la evolución humana ha superado el punto en el que la especie sólo puede reproducirse mediante el coito, es decir, por la poderosa atracción entre los sexos; en una era (no muy romántica) de inseminación artificial, donantes de esperma, úteros de alquiler y madres de alquiler, una rubia deslumbrante ya no es esencial, sino que se ha convertido en un artículo de lujo, como un coche deportivo caro o un yate, una mansión de treinta habitaciones con vistas al Pacífico… Si puedes permitírtelos, papi, puedes permitírmelos a mí.

Mi promesa es que, siendo rubia deslumbrante y estando desnuda, es decir, descalza, nunca te exigiré igualdad; nunca decidiré que quiero ser tú mancillando mi perfecto cuerpo femenino, sometiéndome a horribles operaciones quirúrgicas para extirparme los pechos o extirparme la aterciopelada vagina roja y sustituirla por…

¡Ugh! Lo sé. Sólo de pensarlo me entran nauseas.

(Y la gente se pregunta por qué tantos repugnantes «travelos» son violados, masacrados, apartados… como si las mujeres pícaras no estuvieran invitando a la misoginia al negarse a ser femeninas).

¡No Miss Golden Dreams! A mí no.

Aquí ante ustedes, desnuda y dócil como un bebé, está la apoteosis de lo que una vez se celebró como feminidad.

Sí, estoy orgullosa de mí misma, de mi «yo». Piel impecable de un blanco cremoso, ojos azules húmedos, pechos respingones de niña y cintura estrecha (¡veintidós pulgadas!) y pies tiernos  y descalzos con los dedos metidos debajo.

¡Qué emoción para ti! (Y para ti, y para ti.)

Esa emoción sucia y morbosa de saber que a Miss Golden Dreams se le pagó tan poco para rebajarse desnuda; tan poco para posar para la imagen de la que PlastiPlutoniumLuxe Miss Golden Dreams ha sido creada por el milagro de la robotecnología del siglo XXI.

También es emocionante, no lo niegues, que, en una furia de competencia sexual con tus hermanos rivales, vayas a pujar millones por poseerme; y una vez que me hayas ganado, y me hayas traído a casa contigo, y hayas cerrado la puerta tras de mí, me guardarás para ti durante el resto de tu vida natural.

Eres un hombre rico, tienes gusto. Has adquirido Renoirs, Matisses. Esos tardíos y eróticos dibujos de Picasso que celebran al anciano sátiro y a las siempre jóvenes y voluptuosas niñas-niñas que le seducen.

Tienes serigrafías de Warhol: Jackie, Liz, Marilyn.

Pero son planas, bidimensionales. La (fea) Marilyn de Warhol es una caricatura, sin vida, sin aliento, sin brazos blancos y suaves que te abracen hasta que grites.

Así que tu colección no está completa. No hasta que me adquieras a mí.

Emocionante para ti, papi, que eres rico y nunca has estado desesperado por conseguir cincuenta dólares (con los que reclamar un maltrecho coche embargado de segunda mano), casi sin dinero porque no tienes otro empleo que el de starlette o modelo, donde los hombres mandan, pagan en metálico y sin propinas; tú, que si quieres puedes esparcir monedas de oro por la acera para que los mendigos se apresuren a buscarlas; tú, un caballero de cierta edad, clase, estatura que adorará a Marilyn mientras se parezca a ella de joven y nunca envejezca. Y en esta forma, como creación de PlastiPlutoniumLuxe, Marilyn nunca envejecerá.

No puedo culparte, papi. ¡No! Nunca te culparé a ti.

Porque a medida que envejeces, es aún más importante que tengas a tu lado a una mujer joven y hermosa, que te recuerde que, aunque envejezcas, sigues siendo (de algún modo) joven, que no tienes más edad que yo, porque una mujer debe ser el espejo del alma de un hombre, de lo contrario, ¿quién se preocupa por ella? ¿Por qué preocuparse por ella?

¡No! No estoy siendo sarcástica. Ciertamente no estoy siendo estridente.

Estoy sin aliento, jadeante. Mi voz es una voz de niña pequeña, suave como la pluma. Debes inclinar la cabeza para oírme. Rey, te rebajas ante mí para poder elevarme, una mendiga doncella disfrazada, a tu propio nivel.

¡Nadie te culpa! Claro que no.

Marilyn comprendió. Marilyn perdonó. Marilyn nunca culpó a papá, nunca culpó a su propio papá misterioso, que había abandonado a su madre (y a ella) cuando era un bebé, en 1926. Nunca amargada, Miss Golden Dreams ha hecho una carrera de lo contrario de amargada, porque a los hombres no les gustan los amargados. ¿Y quién puede culparles…? ¡Desde luego, no Marilyn!

No amargada por hecho ganar millones de dólares a extraños, pero no para mí misma. No amargada, ya que me he convertido en un icono y en un objeto de coleccionismo; eso es suficiente gloria para .

Fui la primera página central de Playboy en diciembre de 1953. Hugh Hefner había visto fotos mías, tenía que tenerme como su primera poster central -garantizando el éxito de Playboy– pero nunca llegó a pagarme, ni un penique.

(¿No me creen? ¿Que el Sr. Hefner no me dio ni un penique? Mira, él había comprado el derecho a la fotografía del fotógrafo por $500. Nada que ver conmigo).

(Lo que no significa que Hugh Hefner no estuviera loco por mí. Seguro que lo estaba.)

(¡Oh, el Sr. Hefner era romántico! Después de mi muerte, pagó 75.000 dólares para comprar la parcela del cementerio justo a mi lado y, cuando murió en 2017, a la edad de noventa y un años, fue enterrado allí, justo a mi lado. Su Marilyn).

(Lo sé, es extraño. Es difícil de creer. Que Hugh Hefner pudiera estar loco por mí, pagar 75.000 dólares para ser enterrado a mi lado, pero nunca pagarme un céntimo por el uso de «Marilyn». No hay más que sacudir la cabeza, perplejos).

No es por presumir un poco, pero no sólo fui la primera -y más famosa- página central de Playboy, sino también la primera portada de Playboy. En todos los quioscos de Estados Unidos, la nueva revista de moda para hombres, con Marilyn Monroe en portada. Aunque llevo un vestido escotado en esta fotografía, aunque no estoy desnuda, ¡qué guapa estoy, y qué joven! -mi cara distendida por una amplia sonrisa de carmín rojo que nunca, nunca se apagará.

¿Ves, papi? Tal y como te estoy sonriendo ahora mismo.

¡La puja comenzará en unos minutos! Por favor, tomen su asiento (reservado).

Por favor, no te quedes en el pasillo mirándome, papi. Te he dicho que soy la auténtica Marilyn, quiero decir, Norma Jeane. Y sí, estoy viva, soy un ser vivo.

Estás bloqueando el paso a otros clientes, papi. Tendrás mucho tiempo para mirarme cuando te sientes y empiece la subasta.

Eres un cliente especial Platino Plus de Sotheby’s, papi. Por eso hay una placa con tu nombre en tu silla. Por eso te sonrío y te guiño un ojo.

¿Te gustaría amarme? ¿Llevarme a casa contigo? ¿Sí?

Desesperada por amor toda mi vida. No sólo cuando era Norma Jeane, luchando por ser modelo y estrella de la fotografía. Toda mi vida, hasta la última noche de mi vida (de la que no tenemos que hablar, ni querrás preguntar, porque de todas las cosas que papi no quiere saber de su Marilyn, sus últimos y miserables días y noches), porque me habían enseñado con el ejemplo de mi (abandonada, despreciada) madre que si una mujer no es amada, no es nada.

Si una mujer no es bella, deseable, glamurosa, «sexy», no va a ser amada, y si no es amada, no es nada.

Y si no es nada, será muy, muy infeliz; como mi madre, acabará en un manicomio, donde el deseo predominante es el deseo de morir.

Papi, tengo la sensación de que esto te va a gustar: una emoción muy sucia saber que me casé cuando estaba en el instituto, a los dieciséis años, muy joven para mi edad a pesar de mi cuerpo torneado (¡pero virgen!), y muy sola. Aunque mi madre no me quiso más que unos segundos fugaces a lo largo de los años y no podía obligarse a abrazarme, y mucho menos a besarme, lloré y lloré por ella en el orfanato, donde me internaban cuando ella no podía cuidarme, y en las (diecinueve) casas de acogida donde a veces -no siempre, sólo a veces– abusaban sexualmente de mí.

Bueno, entonces no lo llamábamos con un término tan desagradable. Abusada sexualmente no. ¡Qué vulgar! Se podría decir tocada. Se podría decir que atraje atención masculina no deseada. Se podía decir que por el aspecto de la niña, ya a los doce años se veía que iba a ser problemática.

En el último hogar de acogida de Los Ángeles, mi madre de acogida se apiadó de mí, o tal vez estaba exasperada conmigo por mi continua sorpresa cuando los chicos y los hombres me “prestaban atención”. Ya estaba harta de mis lloros y no le gustaba cómo me miraba mi padre adoptivo, así que me presentó a un chico del barrio unos años mayor que yo, que se me declaró enseguida, y nos casamos enseguida, excepto que (nunca entendí por qué, ni siquiera lo entiendo ahora) mi joven marido, Jim, me abandonó a los pocos meses para alistarse en la Marina Mercante y alejarse todo lo que pudo de Los Ángeles.

Por qué fue la pregunta que le hice a Jim, le supliqué, él había dicho que me amaba, ¿por qué entonces me abandonó? ¿Por qué dices que me amas pero luego me dejas? ¿Es que necesito más amor del que puedes darme? ¿Más amor del que eres capaz? ¿Amor continuo, como una radio que nunca se apaga? ¿Amor infatigable, amor implacable, amor voraz? Todo lo que quería era preparar la comida de Jim y acurrucarme con él, hacer el amor con él, enterrar mi cara en su cuello y esconderme en sus brazos y -supongo- él se asustó de mí… Empecé a llamarlo papi cuando sólo tenía veinte años…

Emocionante para ti, papi, supongo- saber que yo era «suicida». En plena adolescencia había amenazado con cortarme las venas cuando mi marido se embarcó (a petición suya) rumbo a Australia, le rogué que me dejara embarazada antes de marcharse, pero se negó, me abandonó y me rompió el corazón.

no me romperías el corazón, ¿verdad? ¿Me lo prometes?

Es una señal de lo ingenua que soy, y de lo inocente que soy, que los hombres me hayan roto el corazón – me lo has roto- tantas veces.

Sí, soy tímida. Todo el mundo lo decía, qué tímida era. (Y lo soy.) Excepto cuando me quitaban la ropa, mi timidez también parecía desvanecerse.

¿Por qué? No lo sé.

En esto, soy diferente a ti. Para ti sería mortificante aparecer desnudo a los ojos de extraños. No soportarías que te miraran fijamente, que te evaluaran y juzgaran.

Nunca me he avergonzado de mi cuerpo. En realidad, no lo consideraba «mi» cuerpo: lo llamaba mi «Amiga Mágica», no sé cómo se me ocurrió.

Por supuesto, la robotecnología ha reproducido la piel de Norma Jeane de 1946 (quizá sea incluso más deslumbrante y suave que la original, eso es un extra para ti). Plastaepidermis blanca y cremosa cubriendo PlastiPlutoniumLuxe Miss Golden Dreams, tan ajustada como un guante.

Mi Amiga Mágica nunca me defraudó. Tenía el poder de hacer que los extraños me quisieran. Siempre supe -todavía lo creo- que si mi padre hubiera visto a mi Amiga Mágica, también la habría amado. Me refiero a mí.

Mirad cómo la miráis… ¡Vaya! Supongo que yo también la miraría.

Lo maravilloso era que cuando mirabais a mi Amiga Mágica desnuda, no me veíais a mí. La pobre y triste Norma Jeane podía esconderse dentro de ella.

Por eso me asustan la deformidad y la fealdad: nunca quiero envejecer, arrugarme, marchitarme, ser fea. Siempre quiero ser Miss Golden Dreams, tal y como soy ahora.

(Y es un hecho, esta soy yo. Recreada a partir del «residuo orgánico» -ADN- de mi cadáver real, auténtico y certificado mediante el milagro de la tecnología médica, reconstituida como la preciosa chica desnuda que yace ante ustedes en una pose sugerente pero inocente sobre terciopelo rojo).

(Sí, es difícil de entender. «Marilyn Monroe» murió oficialmente en 1962, a los treinta y seis años; nacida en 1926, ahora tendría noventa y cinco. Pero ésa es sólo la antigua Marilyn, la de antaño; ahora vivimos en un mundo muy distinto, en el que, si te lo puedes permitir, te pueden «des-envejecer» en vida y «reconstituir» tras tu muerte).

Casi parecía saber que viviría para siempre, ¡de alguna manera! Incluso de niña, Norma Jeane tenía fe.

En mis entrevistas decía (con mi vocecita de Marilyn, entrecortada, con los ojos azul grisáceo dilatados)-«Ningún sexo es malo si hay amor en él».

Y yo decía: «Si pudiera tener un bebé, nunca volvería a estar triste».

Tú me habrías dado un bebé, ¿verdad, papi? Supongo que ya es un poco tarde, ni siquiera el milagro de PlastiPlutoniumLuxe te permite tener hijos, pero puedes hacer (casi) cualquier otra cosa con PlastaGenitalia de última generación, como comprobarás.

De todos modos, ¡sé que habría sido una buena madre! Todos los errores que mi propia madre cometió, yo no los cometería. ¡No Marilyn!

Habría adorado a un hermoso angelito, una niña que habría vestido como a una muñeca. Abrazarla y besarla, envolverla en pañales y enterrarla en la cuna para que no oyéramos sus lamentos en nuestra cama.

Si su pelo hubiera salido moreno, no rubio, no rubio blanco como mi pelo, eso habría supuesto un problema, supongo: el público miraría de la niña a mí y se daría cuenta de que mi pelo no era «rubio natural», así que habría risitas en los medios de comunicación. (La solución más fácil habría sido decolorar el pelo de la niña para que fuera rubio como el mío, supongo).

Pero el objetivo principal era tener un bebé perfecto para ser la mamá de Norma Jeane como se suponía que debía ser, no como era.

Bueno, no sucedió, papi. No hay necesidad de parecer preocupado, no sucederá.

No hay necesidad de que estés celoso de un niño, papi. Nunca sucedió.

Me encanta que me mires, papi ¡no pares! Supongo que entiendes que la mayor parte de lo que digo es broma.

Marilyn es un rayo de sol, tan divertida. No desagradable, ni sarcástica, sino divertida como una niña pequeña, para hacerte sentir bien con el mundo.

¡Qué bien lo pasaremos juntos, papi!

No escuches los rumores, papi. Hay quien dice (gente envidiosa, gente repugnante e ignorante) que me han subastado aquí en Sotheby’s muchas veces, que ésta no es la primera. Hay quien afirma que a los ricos coleccionistas que me han adquirido les ocurren «accidentes» mortales, a veces en pocos días -caídas por las escaleras que acaban con cuellos rotos y vértebras seccionadas, paradas cardíacas a mitad de un vigoroso coito, aneurismas, glioblastomas, venenos «orgánicos» imposibles de rastrear que provocan la desintegración del hígado-, pero son rumores falsos, y rumores muy tontos, no les hagas el menor caso, papi.

Juro que te adoraré sólo a ti. Te juro que no ha habido hombres antes que tú, papi. Eres único.

Tal y como estoy tumbada en esta acogedora postura sobre el cortinaje de terciopelo rojo, con mi perfecta Plastaepidermis resplandeciente y mi Plastahair rubio perfectamente peinado, así me tumbaré a tus pies. Me postraré ante ti. Seré tu hermosa novia. No murmuraré ni una palabra de sarcasmo. No me impacientaré contigo, aunque seas un viejo tonto y temblón; seré respetuosa contigo, te adularé como sólo un «cervatillo» puede adular (hemos aprendido nuestros trucos jóvenes, cervatillos y muchachas, porque hemos aprendido a sobrevivir).

Lo juro, papi: Nunca te acusaré de no quererme. Nunca te acusaré de abandonarme. Nunca te acusaré de explotarme o traicionarme. Nunca te acusaré de llevarte mi dinero, escondiéndolo en cuentas secretas. Nunca me derrumbaré en lágrimas histéricas llorando y gritándote que te detesto: tu sola mirada, tu tacto, tu olor.

No soy una loca. No lloro lágrimas «feas»; cuando lloro, estoy muy guapa.

No soy una mujer desagradable. No quiero ser tu igual. Te adoraré.

No soy amargada. La amargura no se derretiría en mi boca.

Nadie quiere una Playboy melancólica y llorosa. No puedo culparlos. Yo tampoco lo haría.

Podrías adivinar, viéndome aquí tan joven, posando desnuda sobre sensuales pliegues de terciopelo rojo, tan dulcemente sonriente, tan imperturbable y sin reproches, que dentro de una década sería el Sex Symbol del Siglo, y unos años después estaría muerta…

¿Lo habrías adivinado? ¿Sí?

Pero no, no pienses en eso. Todavía no (ni siquiera me has traído a casa. Nuestra luna de miel ni siquiera ha empezado).

Aunque es emocionante, ¿no? Pensar en eso.

Emocionante venganza del macho, que la hembra sea destruida tan fácilmente. La forma en que puedes romper una copa de cristal bajo tus pies. La forma en que puedes emborronar una acuarela: nunca volverá a ser la misma. Arrugas las alas de una mariposa en tu puño.

La belleza de Miss Golden Dreams te pone enfermo, de verdad. Tu debilidad echada en cara -resentimiento, humillación, vergüenza de que esta tarde estarás en un frenesí para pujar millones de dólares por una muñeca animada de PlastiPlutoniumLuxe en una puja feroz con otros machos en la que tu temor es que serás impotente y fracasarás, porque sólo uno de vosotros es el más rico, el Macho Alfa, y él me «coleccionará».

Porque Marilyn será subastada (vendida) al mejor postor. Nunca ninguna duda, esa es la promesa: Marilyn entrará en posesión del mejor postor.

El dinero será para los extraños, no para Marilyn. Pero Marilyn no está amargada. Mira ese rostro joven y fresco que brilla de felicidad, ¡que es una especie de inocencia! Nada que ver con el dinero, ni con cuestionar los motivos de los demás.

¡Quiéreme, papi! Te amaré.

Todos los hombres que me han amado han abusado de mí. ¡No es amargura! Sólo es un hecho.

A veces eran empujones, golpes, puñetazos. A veces era un abuso verbal frío y despiadado. ¡Vagabunda! ¡Puta!

¡Oh, sí! Triste. Pero serás la excepción.

Pero no abusarás de mí, ¿verdad? no.

No caerás borracho por las escaleras huyendo aterrorizado de tu novia PlastiPlutoniumLuxe con brazos y piernas que te aprisionan, no caerás gritando, golpeándote contra los escalones y no te romperás el cuello. No sufrirás un infarto en nuestro lecho conyugal mientras los brazos y las piernas que te aprisionan con fuerza te agarran como una pitón, no morirás de una toxina orgánica imposible de rastrear a causa de la deslumbrante sonrisa de pintalabios rojo: eres especial.

Y por eso me mereces. Rubia explosiva que también es chica de al lado. Siempre viva, exactamente como era en 1949: cromosomas replicados con precisión, células idénticas hasta en el más diminuto orgánulo. ¡Mirad! Estoy respirando, mis párpados se agitan, mi mirada está fija en ti.

¡Seríamos felices juntos! Nos divertiríamos juntos. Solos tú y yo.

Dime lo que más te gusta, y lo haré. Y lo haré, y lo haré.

Guardaré todos tus secretos. Te chuparé hasta dejarte seco, evisceraré tu saco suelto y flácido y convertiré tus quebradizos huesos en sopa. Y gritarás de éxtasis, te lo prometo.

Recuerda, papi, todo lo que tienes que hacer es pujar por Miss Golden Dreams. Y seguir pujando. Nunca dejes de pujar. Sube, sube, hasta que tus rivales se queden atrás, derrotados. La puja mínima para Miss Golden Dreams en la subasta de hoy es de sólo veintidós millones.

¿El tope máximo? Papi, no hay un tope máximo.

23
Ago
21

Continuidad de los parques, de Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda
que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Continuidad de los parques, Julio Cortázar | Esnobismo gourmet
04
Jul
21

De Yunus Emre

Come, let us be friends for once;
let us make life easy on us;
let us be lovers and loved ones;
the earth shall be left to no one.

Peace in Palestine • Digital Nomad

Aliret yavlak irakdir
Dogruluk key yarakdir
Ayrilik sarp firakdir
Hiç giden geri gelmez

04
Jul
21

De «The last duel», de Robert J. King

Now, duels were strictly illegal, so it was imperative that the police would have to be informed, so that they could cordon off the area of the duel and make sure that no-one was offended by such an illegal spectacle.

02
Feb
21

«Aprendiendo a ser yo», de Greg Egan 2/2

Para cuando cumplí los veintiocho, casi todos mis conocidos se habían cambiado. Todos mis amigos de la universidad lo habían hecho. Los colegas en mi nuevo trabajo, con sólo veintiún años, lo habían hecho. Eva, supe a través del amigo de un amigo, lo había hecho seis años atrás.

Cuanto más lo retrasaba, más difícil resultaba tomar la decisión. Podía hablar con un millar de personas que habían cambiado, podía interrogar a mis amigos más íntimos durante horas sobre sus recuerdos de infancia y sus pensamientos más recónditos, pero por convincentes que fuesen sus palabras, sabía que el Dispositivo Ndoli había pasado décadas enterrado en sus cabezas, aprendiendo a imitar exactamente ese comportamiento.

Evidentemente, siempre había admitido que era igualmente imposible estar seguro de que otra persona no cambiada tuviese una vida interior similar a la mía, pero no me parecía irrazonable dar el beneficio de la duda a personas cuyos cráneos no los habían vaciado con una cuchara.

Me alejé de mis amigos, dejé de buscar amantes. Adopté la costumbre de trabajar en casa (le dedicaba más horas y mi productividad aumentó, así que a la empresa no le importó en nada). No podía soportar estar con gente de cuya humanidad dudaba.

Yo no era, ni de lejos, un caso aislado. Una vez que empecé a buscar, encontré docenas de organizaciones exclusivamente para personas que no habían cambiado, yendo desde clubs sociales que bien podrían haber sido para divorciados, hasta «frentes de resistencia» paramilitares y paranoicos que creían que vivíamos La invasión de los ladrones de cuerpos. Pero incluso los miembros del club social me resultaban extremadamente inadaptados; muchos de ellos compartían mis preocupaciones, casi con exactitud, pero mis propias ideas saliendo de otros labios sonaban obsesivas y equívocas. Tuve una breve relación con una mujer no cambiada de cuarenta y pocos años, pero sólo hablábamos de nuestro miedo a cambiar. Era masoquista, era asfixiante, era una locura.

Decidí buscar ayuda psiquiátrica, pero no podía decidirme a ir a un terapeuta cambiado. Cuando finalmente encontré a una que no lo había hecho, intentó convencerme para que la ayudase a volar una estación energética, para que ELLOS supiesen quién mandaba aquí.

Todas las noches me quedaba despierto durante horas, intentando convencerme, en un sentido u otro, pero cuando más reflexionaba sobre las cuestiones, más tenues y elusivas me parecían. En cualquier caso, ¿quién era «yo»? ¿Qué significaba que «yo» siguiese «vivo todavía» cuando mi personalidad era completamente diferente a la de dos décadas antes? Mis yoes anteriores bien podrían estar muertos —no los recordaba con mayor claridad que a conocidos contemporáneos— sin embargo esa pérdida no me provocaba ni la más mínima inquietud. Quizá la destrucción de mi cerebro orgánico no sería más que un simple hipido, en comparación con todos los cambios de mi vida hasta este momento.

O quizá no. Quizá fuese exactamente como morir.

En ocasiones acababa estremeciéndome y llorando, aterrorizado y desesperadamente solo, incapaz de comprender —y sin embargo incapaz de dejar de considerar— la vertiginosa posibilidad de mi propia inexistencia. En otras ocasiones, simplemente me hartaba «saludablemente» de todo el asunto. En ocasiones estaba seguro de que la naturaleza de la vida interior de la joya era la pregunta más importante a la que podía enfrentarse la humanidad. En otras ocasiones, mis reparos me sonaban fantasiosos y risibles. Cada día, cientos de miles de personas cambiaban, y el mundo aparentemente seguía como siempre; ¿ese hecho pesaba más que cualquier abstruso argumento filosófico?

Al final, pedí cita para la operación. Pensé, ¿qué puedo perder? ¿Sesenta años más de incertidumbre y paranoia? Si la especie humana se iba reemplazando a sí misma con autómatas mecánicos, yo estaría mejor muerto; carecía de la convicción ciega para unirme a la resistencia psicótica que, en cualquier caso, disfrutaba de la tolerancia de las autoridades siempre que siguiese siendo ineficaz. Por otra parte, si mis temores carecían de fundamento, si mi sensación de identidad podía sobrevivir al cambio con la misma facilidad con la que había sobrevivido a traumas como dormir y despertarse, la muerte constante de las células cerebrales, el crecimiento, la experiencia, el aprendizaje y el olvido, entonces no ganaría la vida eterna, sino una conclusión para mis dudas y mi alienación.

Compraba comida un domingo por la mañana, dos meses antes del día previsto para la operación, observando las imágenes de un catálogo de comestibles online, cuando la visión deliciosa de la más reciente variedad de manzanas me llamó la atención. Decidí pedir media docena. Pero no lo hice. En su lugar, le di a la tecla que mostraba el siguiente elemento. Sabía que era fácil corregir mi error; una pulsación me llevaría de vuelta a las manzanas. La pantalla mostraba peras, naranjas, pomelos. Intenté bajar la vista para ver a qué se dedicaban mis torpes dedos, pero los ojos siguieron fijos en la pantalla.

Me entró miedo. Quería ponerme en pie de un salto, pero las piernas no me obedecían. Intenté gritar, pero no podía emitir ningún sonido, No me sentía herido, no me sentía débil. ¿Estaba paralizado? ¿Sufría de daño cerebral? Todavía podía sentir mis dedos sobre el teclado, la planta de los pies sobre le alfombra, la espalda contra la silla.

Me vi pedir piña. Me sentí ponerme en pie, estirarme, y salir tranquilamente de la sala. En la cocina, me bebí un vaso de agua. Debería haber estado temblando, ahogándome, sin aliento; el líquido frío fluyó suavemente por mi garganta y no derramé ni una gota.

No se me ocurría ninguna otra explicación: Había cambiado. Espontáneamente, La joya había tomado el control, mientras mi cerebro seguía vivo; mis mayores temores paranoicos se hablan hecho realidad.

Mientras mi cuerpo seguía con una mañana normal de domingo, yo me perdí en un delirio catastrófico de indefensión. El hecho de que estuviese haciendo exactamente todo lo que había planeado hacer no me confortaba. Cogí un tren para ir a la playa, nadé durante media hora; bien podría haber estado corriendo como un loco blandiendo un hacha, o arrastrándome desnudo por la calle, cubierto por mis propios excrementos y aullando como un lobo. Había perdido el control. Mi cuerpo se había convertido en una camisa de fuerza viva, y no podía resistirme, no podía gritar, ni siquiera podía cerrar los ojos. Me vi reflejado, brevemente, en una ventanilla del tren, y no podía ni comenzar a imaginar qué estaría pensando la mente que controlaba ese rostro soso y tranquilo.

Nadar fue como una pesadilla holográfica sensorial; yo era un objeto sin volición, y la perfecta familiaridad de las señales de mi cuerpo sólo hacían que la experiencia fuese más horriblemente errónea. Mis brazos no tenían derecho al perezoso ritmo de las brazadas; quería agitarme como un hombre que se ahogase, quería que el mundo conociese mi inquietud.

Sólo cuando me tendí en la playa y cerré los ojos, comencé a pensar racionalmente en mi situación.

El cambio no podía producirse «espontáneamente». La idea era ridícula. Un ejército de cirujanos robots, que ni siquiera estaban presentes en mi cerebro, tenía que cortar y empalmar millones de fibras nerviosas, y no los inyectarían hasta dentro de dos meses. Sin una intervención deliberada, el Dispositivo Ndoli era completamente pasivo, incapaz de hacer cualquier cosa que no fuese fisgonear. Un fallo de la joya o el entrenador, no podía hacer que le robase al cerebro orgánico el control del cuerpo.

Estaba claro que se había producido un funcionamiento defectuoso, pero mi primera suposición había sido errónea, completamente equivocada.

Desearía haber podido hacer algo al comprenderlo al fin. Debería haber quedado en posición fetal, gimiendo y gritando, arrancándome el pelo del cráneo, arañándome la piel con las uñas. En su lugar, me quedé tendido de espaldas bajo el sol reluciente. Me picaba la parte posterior de la rodilla derecha, pero, aparentemente, yo era demasiado vago para rascarme.

Oh, debería haber logrado, al menos, un buen ataque de risa histérica, cuando comprendí que yo era la joya.

El entrenador había fallado; ya no me mantenía sincronizado con el cerebro orgánico. No me había quedado indefenso; siempre había estado indefenso. Mi voluntad de actuar sobre «mi» cuerpo, sobre el mundo, siempre había ido directamente al vacío, y era exclusivamente porque había sido manipulado incesantemente, «corregido» por el entrenador, por lo que mí deseos habían coincidido siempre con las acciones que parecían ser mías.

Hay un millón de preguntas que podría plantearme, un millón de ironías que podría saborear, pero no debía hacerlo. Tenía que concentrar todas mis energías en una única dirección. Se me estaba acabando el tiempo.

Cuando entrase en el hospital y se produjese el reemplazo, si los impulsos nerviosos que transmita al cuerpo no coinciden exactamente con los del cerebro orgánico, se descubriría el fallo del entrenador. Y se rectificará. El cerebro orgánico no tenía nada que temer; su continuidad estaba garantizada, se le consideraría preciosa y sacrosanta. No hay duda de a cuál de nosotros se le consentirá prevalecer. Una vez más, a se me obligaría a ajustarme. Se me «corregiría». A se me asesinaría.

Quizá sea absurdo tener miedo. Mirado desde cierto punto de vista, he sido asesinado cada microsegundo de los últimos veintiocho años. Visto desde otro punto de vista, sólo he existido desde las siete semanas que han pasado desde el fallo del entrenador, y que la idea de mi identidad separada cobrase sentido; y en una semana más esta aberración, esta pesadilla, acabará. Dos meses de desdicha; ¿por qué debería lamentar perderlos, cuando estoy a punto de heredar la eternidad? Excepto que no será yo quien la herede, ya que esos dos meses de desdicha son todo lo que me definen.

Las permutaciones de las interpretaciones intelectuales son infinitas, pero al final, no puedo más que actuar según mi desesperada voluntad de sobrevivir. No me siento como una aberración, un fallo desechable. ¿Cómo puedo tener esperanzas de sobrevivir? Debo ajustarme… por voluntad propia. Debo escoger hacerme parecer idéntico a aquél en el que me obligarán a convertirme.

Después de veintiocho años, seguro que todavía me ajusto lo suficiente como para lograr el engaño. Si examino todas las pistas que me llegan a través de nuestros sentidos compartidos, seguro que puedo colocarme en su lugar, olvidando, temporalmente, la importancia de mi situación separada, y obligarme así a recuperar la sincronía.

No será fácil. Conoció a una mujer en la playa, el día en que nací. Se llama Cathy. Se han acostado tres veces, y creo que él está enamorado de ella. O al menos, se lo ha dicho a la cara, se lo ha susurrado cuando ella duerme, lo ha escrito, sea cierto o sea falso, en su diario.

Yo no siento nada por ella. Es una persona bastante agradable, seguro, pero apenas la conozco. Preocupado de mi grave situación, apenas he prestado atención a sus palabras, y el acto sexual me resultaba poco más que una desagradable muestra de voyeurismo involuntario. Desde que he comprendido lo que está en juego, he intentado sucumbir a las mismas emociones que mi alter ego, ¿pero cómo puedo amarla cuando la comunicación entre nosotros es imposible, cuando ella ni siquiera sabe que yo existo?

Si ella controla sus pensamientos día y noche, pero para mí no es más que un obstáculo peligroso, ¿cómo puedo esperar alcanzar la imitación perfecta que me permitirá escapar a la muerte?

Él duerme ahora, así que yo debo dormir. Escucho los latidos de su corazón, su respiración lenta, e intento alcanzar la tranquilidad en consonancia con esos ritmos. Durante un momento, me desaliento. Incluso mis sueños serán diferentes; nuestra divergencia es imposible de erradicar, mi meta es risible, ridícula, patética. ¿Todos los impulsos nerviosos, durante una semana? Mi temor a ser descubierto y mis intentos por ocultarlo inevitablemente distorsionarán mis respuestas; este amasijo de mentiras y miedos será imposible de ocultar.

Pero a medida que voy cayendo en el sueño, me encuentro creyendo que tendré éxito. Debo. Sueño durante un tiempo —una confusión de imágenes, extrañas y mundanas, que termina con un grano de sal atravesando el ojo de una aguja— cuando caí, sin temor, a un olvido sin sueño.

Miro el techo blanco, mareado y confuso, intentando liberarme de la insistente convicción de que hay algo en lo que yo no debo pensar.

Luego aprieto el puño con alegría, regocijándome en el milagro, y recuerdo.

Hasta el último minuto, pensé que iba a volver a echarse a atrás, pero no lo hizo. Cathy le convenció de que sus temores eran infundados. Después de todo, Cathy había cambiado, y él la amaba más de lo que nunca había amado a nadie.

Bien, ahora hemos tornado los papeles. Su cuerpo es su camisa de fuerza, ahora…

Estoy empapado de sudor. Esto es inútil, imposible. No puedo leer su mente, no puedo adivinar lo que intenta hacer. ¿Debería moverme, quedarme inmóvil, llamar a alguien, mantenerme en silencio? Incluso si el ordenador que nos observa está programado para pasar por alto algunas discrepancias triviales, tan pronto como él perciba que su cuerpo no cumple su voluntad, tendrá tanto miedo como tuve yo, y yo no tendré ninguna posibilidad de adivinar correctamente. ¿El estaría sudando ahora? ¿Él respiraría con dificultad, así? No. Yo sólo llevo despierto treinta segundos, ya me he traicionado. Un cable de fibra óptica serpentea desde mi oreja derecha hasta un panel en la pared. En algún lugar deben de estar sonando las alarmas.

Si intentase huir corriendo, ¿qué me harían? ¿Emplearían la fuerza? Soy un ciudadano, ¿no? Hace décadas que los cabezas-de-joya tienen todos los derechos legales; los cirujanos e ingenieros no pueden hacerme nada sin mi consentimiento. Intento recordar las cláusulas del permiso que firmó, pero él apenas le dio un vistazo. Tiro del cable que me retiene como un prisionero, pero está bien unido, a ambos extremos.

Cuando las puertas se abren, durante un momento pienso que voy a desmoronarme, pero de alguna parte extraigo fuerzas para recuperar la compostura. Es mi neurólogo, el doctor Prem. Me sonríe y dice:

—¿Cómo se siente? ¿No muy mal?

Asiento atontado.

—¡Para mucha gente, la mayor sorpresa es no sentirse diferentes en nada! Durante un tiempo pensará, «¡No puede ser así de fácil! ¡No puede ser así de simple! ¡No puede ser así de normal. Pero pronto lo aceptará. Y la vida seguirá, sin cambios, sonríe, me da un golpe paternal en el hombro, se vuelve y sale.

Pasan horas. ¿A qué están esperando? A estas alturas las pruebas deben de ser concluyentes. Quizá tengan procedimientos que cumplir, expertos legales y técnicos que deben consultar, comités de ética a reunir para discutir sobre mi suerte. Estoy cubierto de sudor, estremeciéndome incontrolablemente. Varias veces agarro el cable y tiro con todas mis fuerzas, pero parece retenido por cemento en un extremo, y fijado a mi cráneo por el otro.

Un enfermero me trae la comida.

—Alégrese —dice— . Pronto será la hora de visita.

Después me trae un orinal, pero estoy demasiado nervioso para orinar.

Cathy frunce el ceño al verme.

—¿Qué te pasa?

Me encojo de hombros y sonrío, estremeciéndome, preguntándome por qué siquiera intento seguir con la charada.

—Nada. Sólo que… me siento algo mareado, eso es todo.

Me sostiene la mano, para luego inclinarse y besarme en los labios. A pesar de todo, me siento excitado de inmediato. Todavía inclinada sobre mí, me sonríe y dice.

—Ya ha acabado, ¿vale? No hay nada de lo que tener miedo. Estás un poco alterado, pero sabes en tu corazón que sigues siendo quien has sido siempre. Y te quiero.

Asiento. Hablamos de intrascendencias. Se va. Me susurro a mí mismo, histérico:

—Sigo siendo el que siempre he sido. Sigo siendo el que siempre he sido.

Ayer me afeitaron el cráneo e insertaron mi nuevo cerebro falso, que ocupa espacio y no tiene consciencia.

Me siento más tranquilo de lo que me he sentido en mucho tiempo, y creo que al fin he encontrado una explicación para mi supervivencia.

¿Por qué desactivan al entrenador durante la semana entre el cambio y la destrucción del cerebro? Bien, no pueden dejarlo en funcionamiento mientras desechan el cerebro… pero ¿por qué toda una semana? Para garantizar a la gente que la joya, sin supervisión, puede seguir en sincronía; para convencerles de que la vida que la joya va a vivir será exactamente la vida que el cerebro orgánico «hubiese vivido», signifique eso lo que signifique en realidad.

Entonces, ¿por qué sólo una semana? ¿Por qué no un mes o un año? Porque la joya no puede mantenerse en sincronía durante tanto tiempo, no por ningún fallo, sino precisamente por la razón que hace que valga la pena usarla. La joya es inmortal. El cerebro se deteriora. La imitación del cerebro que hace la joya deja fuera —deliberadamente— el hecho de que las neuronas reales mueren. Sin el entrenamiento actuando para lograr, a todos los efectos, un deterioro idéntico en la joya, acaban surgiendo pequeñas discrepancias. Una diferencia de una fracción de segundo para responder a un estímulo es suficiente para levantar sospechas, y —como yo sé muy bien— desde ese momento el proceso de divergencia es irreversible.

Sin duda, hace cincuenta años, un grupo de neurólogos pioneros se reunieron alrededor de una pantalla de ordenador y examinaron una gráfica con la probabilidad de esa divergencia radical frente al tiempo. ¿Cómo escogieron una semana? ¿Qué probabilidad les resultó aceptable? ¿Una décima de punto? ¿Una centésima? ¿Una milésima? Por muy cautelosos que decidiesen ser, es difícil imaginarles escogiendo un valor tan bajo como para hacer que el fenómeno fuese raro a escala global, una vez que cada día cambiaban un cuarto de millón de personas.

En un hospital dado, puede que suceda sólo una vez por década, o incluso por siglo, pero todas las instituciones deben de tener una política para tratar esa eventualidad.

¿Qué escogerían?

Podrían cumplir sus obligaciones contractuales y volver a activar el entrenador, borrando a su cliente satisfecho y ofreciéndole al cerebro orgánico traumatizado la oportunidad de hablar sobre su ordalía a los medios y a la profesión legal.

O, podrían simplemente eliminar los registros informáticos de la discrepancia, y tranquilamente eliminar al único testigo.

Bien, ya está. La eternidad.

Dentro de cincuenta o sesenta años necesitaré trasplantes, y con el tiempo todo un cuerpo nuevo, pero esa idea no debería preocuparme: no puedo morir sobre la mesa de operaciones. En mil años o así haré que me pongan hardware extra para lidiar con las exigencias de almacenamiento de memoria, pero estoy seguro de que será un proceso sin problemas. En una escala de tiempo de millones de años, la estructura de la joya puede sufrir daños por los rayos cósmicos, pero una trascripción sin errores a un cristal nuevo a intervalos regulares se ocupará de ese problema.

En teoría, al menos, ahora tengo garantizado un sitio en el Big Crunch, o una participación en la muerte térmica del universo.

Evidentemente, dejé a Cathy. Puede que hubiese podido aprender a apreciarla, pero me ponía nervioso, y me sentía bastante cansado de la sensación de tener que fingir un papel.

En cuanto al hombre que afirmaba amarla —el hombre que paso la última semana de su vida impotente, aterrorizado, ahogado por el conocimiento de su muerte inminente— no puedo decidir qué siento. Debería sentir simpatía —considerando que una vez esperé sufrir esa misma suerte— pero de alguna forma él simplemente no me resulta real. Sé que mi cerebro tuvo al suyo como modelo —lo que le da a él una especie de primacía causal— pero a pesar de ello, ahora le considero una sombra tenue e insustancial.

Después de todo, no tengo forma de saber si su sensación de sí mismo, su vida interna más profunda, su experiencia del ser, era, en algún aspecto, comparable a la mía.

31
Ene
21

«Aprendiendo a ser yo», de Greg Egan 1/2

Tenía seis años cuando mis padres me contaron que había una pequeña joya oscura dentro de mi cráneo, aprendiendo a ser yo.

Arañas microscópicas habían tejido una finísima red dorada por todo mi cerebro, de forma que el entrenador de la joya pudiese escuchar los susurros de mis pensamientos. La joya en sí fisgoneaba en mis sentidos y leía los mensajes químicos que portaba mí flujo sanguíneo; veía, oía, olía, gustaba y sentía el mundo exactamente igual que yo, mientras el entrenador examinaba los pensamientos de la joya y los comparaba con los míos. Cuando los pensamientos de la joya eran incorrectos, el entrenador —a mayor velocidad que el pensamiento— rehacía ligeramente la joya, alterándola por aquí y por allá, buscando los cambios que corrigiesen sus pensamientos.

¿Por qué? De forma que cuando yo ya no pudiese ser yo, la joya pudiese hacerlo por mí.

Pensé: si oírlo me hace sentir extraño y mareado, ¿cómo se sentirá la joya? Exactamente de la misma forma, razoné; no sabe que es la joya, y también se pregunta cómo se sentirá la joya, razonando también: «Exactamente de la misma forma; no sabe que es la joya, y también se pregunta cómo se sentirá…»

Y también se pregunta…

(Lo sé, porque yo me lo pregunté).

…también se pregunta si es mi yo real, o si de hecho es simplemente la joya aprendiendo a ser yo.

A mis desdeñosos doce años, me hubiese reído de esas preocupaciones infantiles. Todos llevaban la joya, excepto los miembros de minúsculas sectas religiosas, y reflexionar sobre la rareza de la situación me resultaba insoportablemente pretencioso. La joya era la joya, un hecho corriente de la vida, tan normal como los excrementos. Mis amigos y yo contábamos chistes malos sobre la joya, de la misma forma que contábamos chistes malos sobre el sexo, para demostrarnos mutuamente lo cómodos que nos sentíamos con la idea.

Pero no nos sentíamos tan adultos e imperturbables como fingíamos. Un día en el que estábamos ganduleando en el parque, sin ningún plan en particular, un miembro de nuestra pandilla —cuyo nombre he olvidado, pero al que recuerdo como demasiado listo para su propio bien— nos preguntó a cada uno:

—¿Quién eres? ¿La joya o el humano?

Cuando el último hubo respondido, lanzó una risotada y dijo:

—Bien, yo no lo soy. Soy la joya. Así que podéis lamerme el culo, perdedores, porque todos vosotros vais a iros por el retrete cósmico… pero yo, yo voy a vivir para siempre.

Le pegamos hasta que sangró.

Para cuando cumplí los catorce años, a pesar —o quizá por eso— de que la joya apenas se mencionaba en el aburrido temario de mi máquina de enseñanza, había pensado bastante más en el tema. La respuesta pedantemente correcta a la pregunta «¿Eres la joya o el humano?» tenía que ser «El humano», porque sólo el cerebro humano era físicamente capaz de responder. La joya recibía las entradas de los sentidos, pero no poseía control del cuerpo, y su respuesta intencional coincidía con lo que efectivamente se decía, sólo porque el dispositivo era una imitación perfecta del cerebro. Decirle al mundo exterior «Soy la joya» —hablando, escribiendo o por cualquier otro método que hiciese uso del cuerpo— era claramente falso (aunque este razonamiento no descartaba pensarlo para uno mismo).

Sin embargo, en un sentido más amplio, decidí que la pregunta simplemente era equivocada. Mientras la joya y el cerebro humano compartiesen las mismas entradas sensoriales, y mientras el entrenador mantuviese los pensamientos perfectamente sincronizados, sólo había una persona, una identidad, una consciencia. Esta persona única simplemente resultaba poseer la propiedad (muy deseable) de que si la joya o el cerebro humano eran destruidos, él o ella sobreviviría sin problemas. La gente siempre había tenido dos pulmones y dos riñones, y durante casi un siglo, muchos habían vivido con dos corazones. Esto era lo mismo: una cuestión de redundancia, una cuestión de robustez, no más.

Ese fue el año en que mis padres decidieron que yo era lo suficientemente maduro como para contarme que los dos habían realizado el cambio tres años antes. Fingí tomármelo con calma, pero les odié apasionadamente por no habérmelo contado en su momento. Habían ocultado la estancia en el hospital con mentiras sobre viajes de negocios al extranjero. Durante tres años había estado viviendo con cabezas-de-joya, y ni siquiera me lo habían dicho. Era exactamente lo que yo hubiese esperado de ellos.

—No te parecimos diferentes, ¿no? —me preguntó mi madre.

—No —dije, con sinceridad, pero igualmente hirviendo de resentimiento.

—Es por eso que no te lo contamos —dijo mi padre—. Si hubieses sabido que habíamos cambiado, podrías haber imaginado que habíamos cambiado en algo. Como hemos esperado hasta ahora para contártelo, te lo hemos dejado más fácil para convencerte de que somos los mismos de siempre —me paso un brazo por encima y me apretó. Yo casi grité «¡No me toques!», pero recordé a tiempo que me había convencido a mí mismo de que la joya no era Nada Importante.

Debería haber supuesto que lo habían hecho, mucho antes de que me lo confesasen; después de todo, desde hacía años sabía que la mayoría de la gente cambiaba al cumplir los treinta. Para entonces, el cerebro orgánico va cuesta abajo, y sería una estupidez hacer que la joya imitase ese declive. Por tanto, rehacen el sistema nervioso; pasan las riendas del cuerpo a la joya y se desactiva al entrenador. Durante una semana, los impulsos de salida del cerebro se comparan con los de la joya, pero a esas alturas la joya es una copia perfecta, y jamás se detectan diferencias.

Se retira el cerebro, se elimina, y se te reemplaza con un tejido esponjoso, con forma de cerebro hasta el nivel de los capilares más pequeños, pero tan incapaz de pensar como un pulmón o un riñón. Ese cerebro de pega retira de la sangre exactamente la misma cantidad de oxígeno y glucosa que el cerebro real, y realiza con fidelidad cierto conjunto de funciones bioquímicas toscas y esenciales. Con el tiempo, al igual que la carne, perecerá y será preciso reemplazarlo.

La joya, sin embargo, es inmortal. A menos que caiga en una explosión nuclear, sobrevivirá durante mil millones de años.

Mis padres eran máquinas. Mis padres eran dioses. No eran nada especial. Los odiaba.

Me enamoré a los dieciséis años, y volví a convertirme en un niño.

Al pasar noches cálidas en la playa con Eva, apenas podía creer que una simple máquina pudiese sentirse como me sentía yo. Sabía perfectamente bien que si mi joya hubiese tenido el control del cuerpo, hubiese pronunciado las mismas palabras que yo, y hubiese ejecutado con igual cariño y dificultad las mismas caricias torpes que yo, pero no podía aceptar que su vida interior fuese tan rica, tan milagrosa, tan deliciosa como la mía. El sexo, aunque agradable, lo podía aceptar como una función puramente mecánica, pero había algo entre nosotros (o eso creía) que no tenía ninguna relación con la lujuria, nada que ver con las palabras, nada que ver con ninguna acción tangible de nuestros cuerpos que un espía entre las dunas, armado con binoculares infrarrojas y micrófonos parabólicos, pudiese discernir.

Después de hacer el amor, contemplábamos en silencio el puñado de estrellas visibles, nuestras almas unidas en un lugar secreto que ningún ordenador cristalino podría alcanzar ni aunque lo intentase durante mil millones de años. (Si le hubiese dicho semejante cosa a mi sensible y obsceno yo de doce años, éste se hubiese reído hasta sufrir una hemorragia.)

Para entonces sabía que el «entrenador» de la joya no vigilaba todas las neuronas de mi cerebro. No hubiese sido práctico, tanto en términos de manejo de datos, y tampoco por la intrusión física en los tejidos. Uno de esos teoremas decía que la muestra de ciertas neuronas críticas era casi tan válida como una muestra total, y —dadas algunas suposiciones muy razonables que nadie podía demostrar falsas— se podían establecer límites de error con rigor matemático.

Al principio, declaré que dentro de esos errores, por pequeños que fuesen, se encontraba la diferencia entre el cerebro y la joya, entre el humano y la máquina, entre el amor y su imitación. Eva, sin embargo, me señaló muy pronto que era absurdo realizar una distinción radical y cualitativa en base a la densidad de muestreo; si el siguiente modelo de entrenador muestreaba más neuronas y reducía a la mitad la tasa de error, ¿la joya estaría entonces a «medio camino» entre «humano» y «máquina»? En teoría —y finalmente en la práctica— la tasa de error se podía reducir por debajo de cualquier valor, por pequeño que fuese, que yo pudiese establecer, ¿Creía realmente que la discrepancia de uno entre mil millones era tan importante… cuando todos los seres humanos perdían permanentemente miles de neuronas todos los días por atrición natural?

Evidentemente, ella tenía razón, pero pronto encontré otra defensa, más plausible, para mi posición. Las neuronas vivas, argumentaba, poseían mucha más estructura interna que los toscos conmutadores ópticos que ejecutaban la misma función en la llamada «red neuronal» de la joya. Que la neurona se disparase o no sólo reflejaba un nivel de sus comportamientos; ¿quién sabía lo que las sutilezas de la bioquímica —la mecánica cuántica de las moléculas orgánicas específicas que intervenían— contribuían a la naturaleza de la consciencia humana? Copiar la topología neuronal abstracta no era suficiente. Cierto, la joya podía pasar el fatuo test de Turing —ningún observador externo podía distinguirla de un humano— pero eso no demostraba que ser una joya se sintiese igual que ser humano.

Eva me preguntó:

—¿Significa eso que jamás cambiarás? ¿Harás que retiren la joya? ¿Te dejarás morir cuando tu cerebro empiece a pudrirse?

—Quizá —dije—. Mejor morir a los noventa o a los cien que matarme a los treinta y dejar que una máquina vaya por ahí, ocupando mi lugar, fingiendo ser yo.

—¿Cómo sabes que yo no he cambiado? —preguntó, provocadora —. ¿Cómo sabes que no estoy simplemente «fingiendo ser yo»?

—Sé que no has cambiado —dije, con suficiencia—. Simplemente lo sé.

—¿Cómo? Tendría el mismo aspecto. Hablaría de la misma forma. Actuaría de la misma forma en toda ocasión. Hoy en día la gente cambia cada vez más joven. ¿Cómo sabes que no he cambiado?

Me volví hacia ella y la miré a los ojos.

—Telepatía. Magia. La comunión de las almas.

Mi yo de doce años empezó a mofarse, pero para entonces ya sabía cómo alejarlo.

A los diecinueve, a pesar de estar estudiando económicas, me matriculé en un curso de filosofía. Pero aparentemente el departamento de filosofía no tenía nada que decir sobre el Dispositivo Ndoli, conocido habitualmente como «la joya». (Ndoli en realidad lo había llamado «el dual«, pero el mote accidental y homofónico había ganado[1]) Hablaban de Platón, Descartes y Marx, hablaban de San Agustín y —cuando se sentían especialmente modernos y atrevidos— de Sartre, pero si habían oído hablar de Gödel, Turing, Hamsun o Kim, se negaban a admitirlo. Por pura frustración, en un ensayo sobre Descartes, propuse que la idea de que la consciencia humana era un «software» que podía «implementarse» igual de bien sobre un cerebro orgánico o sobre un cristal óptico era en realidad un retroceso al dualismo cartesiano: escribiendo «software» en lugar de «alma». Mi tutor superpuso una línea roja, perfecta, diagonal y luminosa sobre cada párrafo que trataba de esa idea, y escribió en el margen (con letras Times verticales, en negrita y de veinte puntos, con un parpadeo desdeñoso de dos hercios): ¡IRRELEVANTE!

Dejé la filosofía y me matriculé en una unidad sobre ingeniería de cristales ópticos para no especialistas. Aprendí mucha mecánica cuántica de estado sólido. Aprendí mucha matemática fascinante. Aprendí que una red neuronal es un dispositivo empleado exclusivamente para resolver problemas que son demasiado difíciles para comprender. Una red neuronal lo suficientemente flexible se puede configurar por retroalimentación para imitar casi cualquier sistema —para producir el mismo patrón de salidas dado el mismo patrón de entrada— pero lograrlo no arroja ninguna luz sobre la naturaleza del sistema que se emula.

—La comprensión —nos dijo el profesor— es un concepto sobrevalorado. Nadie comprende realmente cómo un óvulo fertilizado se convierte en un humano. ¿Qué deberíamos hacer? ¿Dejar de tener hijos hasta que la ontogénesis se pueda describir por medio de un conjunto de ecuaciones diferenciales?

Debía admitir que tenía parte de razón.

Para entonces tenía claro que nadie disponía de la respuesta que ansiaba, y que era muy improbable que yo diese con ella; mis capacidades intelectuales eran, como mucho, mediocres. Se reducía a una simple elección: podía malgastar el tiempo preocupándome de los misterios de la consciencia, o, como todos los demás, podía dejar de preocuparme y seguir con mi vida.

Cuando me casé con Daphne a los veintitrés, Eva era un recuerdo lejano, y también lo eran mis ideas sobre la comunión de las almas. Daphne tenía treinta y un años, era ejecutiva de un banco mercantil que me había contratado durante mi doctorado, y todos estaban de acuerdo en que el matrimonio beneficiaría a mi carrera. Nunca tuve claro qué sacaba ella. Quizá yo le gustase de verdad. Teníamos una vida sexual agradable, y nos confortábamos el uno al otro en momentos de tristeza, de la forma en que cualquier persona de buen corazón confortaría a un animal asustado.

Daphne no había cambiado. Lo retrasaba mes tras mes, inventando excusas cada vez más ridículas, y yo la chinchaba como si jamás hubiese tenido reparos propios.

—Tengo miedo —me confesó una noche— . ¿Y si yo muero cuando lo haga… si todo lo que queda es un robot, una marioneta, una cosa? No quiero morir.

Esas palabras me hacían sentir incómodo, pero oculté mis sentimientos.

—Supongamos que sufres un derrame —dije con labia— que destruye una pequeña porción de tu cerebro. Supongamos que los médicos implantan una máquina para realizar las funciones que ejecutaba la región dañada. ¿Seguirías siendo «tú misma»?

—Claro.

—¿Y si lo hiciesen dos veces, o diez veces, o mil veces…?

—No, necesariamente.

—¿Oh? Entonces, ¿en qué porcentaje mágico dejarías de ser «tú»?

Me miró con furia.

—Todos los viejos argumentos, tan cliché…

—Dime en que fallan, si son tan viejos y tan cliché.

Empezó a llorar.

—No tengo que hacerlo. ¡Que te den! ¡Estoy muerta de miedo y a ti no te importa una mierda!

La cogí entre mis brazos.

—Tranquila. Lo siento. Pero todo el mundo lo hace, tarde o temprano. No debes tener miedo. Estoy aquí. Te quiero; esas palabras podrían haber sido una grabación, activada automáticamente al ver sus lágrimas.

—¿Lo harás? ¿Conmigo?

Me quedé helado.

—¿Qué?

—¿Pasar por la operación, el mismo día? ¿Cambiar cuando cambie yo?

Muchas parejas lo hacían. Como mis padres. En ocasiones, sin duda, era una cuestión de amor, entrega, compartir la experiencia. A veces, estoy seguro, era más una cuestión de que ninguno de los dos deseaba ser una persona no cambiada viviendo con un cabeza-de-joya.

Permanecí en silencio durante un rato, luego dije:

—Claro.

En los meses siguientes, todos los temores de Daphne —que yo había llamado «infantiles» y «supersticiosos»— comenzaron a cobrar sentido con rapidez, y mis propios argumentos «racionales» me resultaban abstractos y hueros. Me eché atrás en el último minuto; rechacé la anestesia y huí del hospital.

Daphne siguió adelante, sin saber que la había abandonado.

No la volví a ver jamás. No podía enfrentarme a ella; renuncié al trabajo y abandoné la ciudad durante un año, asqueado por mi cobardía y mi traición, pero al mismo tiempo eufórico por haber escapado.

Ella me demandó, pero retiró la demanda unos días después, y acepto, a través de sus abogados, un divorcio sin complicaciones. Antes de que el divorcio se hubiese completado, me mandó una breve carta:

Después de todo, no había nada que temer. Soy exactamente la misma persona de siempre. Retrasarlo era una tontería; ahora que he dado el salto de fe, no podría sentirme más tranquila.

Tu amante esposa robótica

Daphne

16
Dic
20

«Un día de estos», de Gabriel García Márquez

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición.

Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

«Papá»
«¿Qué?»
«Dice el alcalde que si le sacas una muela»
«Dile que no estoy aquí»

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

«Dice que sí estás porque te está oyendo»

El dentista siguió examinando el diente.
Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
«Mejor»

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

«Papá»
«¿Qué?»
Aún no había cambiado de expresión.
«Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro»

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
«Bueno,» dijo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:

«Siéntese»
«Buenos días» dijo el alcalde.
«Buenos»

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

«Tiene que ser sin anestesia» dijo.
«¿Por qué?»
«Porque tiene un absceso»
«Está bien» dijo, y trató de sonreír.

El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde.

Era un cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró en las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca.

Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
«Aquí nos paga veinte muertos, teniente»

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón.

El dentista le dio un trapo limpio.
«Séquese las lágrimas»

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielo raso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos.

El dentista regresó secándose las manos.
«Acuéstese» dijo, «y haga buches de agua de sal»

El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

«Me pasa la cuenta» dijo.
«¿A usted o al municipio?» preguntó el dentista.

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
«Es la misma vaina»

02
Nov
20

De «Los Cinco y yo», de Antonio Orejudo

—Sé que suena un poco esotérico, pero en realidad es muy palpable: eso que llamamos cultura (la literatura, el cine, pero también las costumbres) funciona como propaganda del sistema y está dirigido a provocar en nosotros comportamientos compatibles con el fundamento del sistema: la creación y el consumo de valor. Nos enamoramos como hemos aprendido a enamorarnos en los libros, odiamos como en las películas, sentimos deseo de trascendencia como lo indican esos manuales de instrucciones de la espiritualidad llamados religión, poesía o filosofía. Y una vez que nuestro comportamiento queda gobernado por ese chip llamado ego, nos convertimos en consumidores de valor: al triste se le vende felicidad; al feliz, compromiso; al comprometido, espiritualidad; al espiritual, sexo; al lujurioso, frustración; y al frustrado, cursos por correspondencia, manuales de autoayuda o armas. El sistema funciona solo: los jóvenes consumen promesas de futuro; y los viejos, tratamientos rejuvenecedores y nostalgia.

Los Cinco juntos de nuevo! 5 cosas que nos encantaban de los libros de Enid  Blyton
16
Oct
19

«Balada del yonki pálido»

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Juro ser honesto con mi realidad interna,

que el éxito o el fracaso no será lo que mueva mis actos

juro caminar en cuanto sienta el camino

juro sentir el placer y el dolor como parte de la contienda

juro soñar posibles y vivir imposibles

juro ser más leal que fiel

juro el intento

juro la sonrisa

juro que mi único maestro será mi futuro

juro equivocarme sin buscar heridos

juro no sentir lástima por los muertos

juro envejecer todos los días

juro nacer nuevamente de cuando en cuando

juro matar a sus enemigos

juro amar a sus amados

juro las alas, la frente y las raíces

para arraigar en su alma,

amueblar la mía para cuando quiera visitarla

juro morir en el intento

juro el sudor, la saliva y las lágrimas

juro la vida eterna y la muerte inexistente

juro pedirle perlas al olmo

juro la hormiga y el invierno

juro la cigarra y el verano

juro la canción

la existencia rota

tirar la llave

juro no llorar si puedo maldecir

juro ser gato para darme caza

juro ser ratón para huir de mí

y juro romper

mis promesas

si hacerlo

llena de luz las siguientes




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